Hanoch McKarty
Muchos conocen bien “El Principito”,
un libro maravilloso escrito por Antoine de Saint-Exupéry. Es un libro que, sin
dejar de ser un cuento para niños, es también un recurso maravilloso para
estimular el pensamiento de los adultos. Saint-Exuperý fue piloto de caza que
luchó en la 2º guerra mundial contra los nazis y murió en acción. Antes de eso
también lucho contra los fascistas en la guerra civil española.
A partir de aquella experiencia
escribió un cuento fascinante con el título de “La Sonrisa”, (Le Sourire). Éste
es el relato que quisiera compartir con vosotros ahora, aunque no está claro si
la intención del autor era escribir un texto autobiográfico ó de ficción… yo
prefiero creer lo primero.
Cuenta el autor que, capturado por el
enemigo, lo confinaron en una celda. Por las miradas desdeñosas y el rudo
tratamiento que recibió de sus carceleros estaba seguro que al día siguiente lo
ejecutarían.
A partir de aquí contaré la historia
tal como la recuerdo con mis propias palabras…
“… Estaba seguro que me matarían y me fui poniendo tremendamente inquieto
y nervioso. Repasé mis bolsillo en busca de algún cigarrillo que pudiera haber
quedado en ellos, y encontré uno, que con manos temblorosas apenas pude
llevarme a los labios. Pero no tenía fósforos; esos sí se los habían llevado. Por
entre los barrotes miré a mi carcelero,
que evitaba tener contacto conmigo. Después de todo, nadie intenta mirar a los
ojos a una cosa, a un cadáver. Decidí preguntarle…
-
¿Tiene fuego por favor?
Me miró, se encogió de hombros y se acercó a encenderme el cigarrillo. Mientras
se acercaba para encender el fosforo, sin intención alguna, nuestros ojos se
cruzaron. En ese momento, sin saber porqué le sonreí.
Quizás fuera por nerviosismo, tal vez porque cuando dos personas están
muy cerca una de la otra es difícil no sonreír… En todo caso le sonreí. En ese
instante fue como si se encendiera una chispa en nuestros corazones, en
nuestras almas: éramos humanos. Sé que aunque él no quería, mi sonrisa pasó a
través de los barrotes y provocó otra sonrisa en sus labios. Me encendió el
cigarrillo y se quedó cerca, mirándome directamente a los ojos, sin dejar de
sonreír. También yo seguí sonriéndole; ahora… ya lo veía como a una persona, no
como a un simple carcelero. Pareció como si el hecho de que me mirara hubiera
cobrado también una nueva dimensión.
- - ¿Tienes hijos? – me preguntó.
- - Si, mira.
Saqué la cartera y busqué las fotos de mi familia. Él también saco las
fotos de sus hijos y empezó a hablar de los planes y las esperanzas que ellos
le inspiraban.
A mi se me llenaron los ojos de lagrimas. Le dije que temía no volver a
ver nunca a mi familia, no poder llegar a verlos crecer y a él también se le
humedecieron los ojos.
De pronto, sin decir nada más, abrió la puerta y sin añadir palabra me
guió a la salida. Ya fuera de la cárcel, silenciosamente y por callejas
apartadas, me condujo fuera de la ciudad. Allí, ya casi en el límite, me dejó
en libertad y, sin mediar palabra, se regresó.
Si… La sonrisa, el contacto espontáneo, natural, no afectado entre las
personas… me salvó.
Una sonrisa me salvó la vida.”
Para proteger nuestra dignidad,
nuestros títulos, grados, estatus y la necesidad de que nos vean de tal o cual
manera… Por debajo de todo eso sigue estando, lo auténtico y esencial, lo que
somos. Realmente, creo que si esa parte de ti y esa parte de mi pudieran
reconocerse la una a la otra, no seriamos enemigos, no podríamos sentir odio,
ni envidia ni miedo. Con tristeza llego a la conclusión de todos esos estratos
que tan cuidadosamente vamos construyendo a lo largo de toda la vida nos
distancian de los demás y nos aíslan de cualquier auténtico contacto con ellos.
Porque sonreímos cuando vemos un
bebé?
Quizás porque vemos a alguien que aún
no tiene esas barreras defensivas, alguien que, bien lo sabemos, cuando nos
sonríe lo hace de manera totalmente auténtica y sin engaños, y el Alma de bebé
que seguimos teniendo dentro sonríe con melancólico agradecimiento…